Estoy leyendo estos días un libro titulado Los años del miedo que retrata la vida en aquella España que salía de una guerra incivil, muerta de hambre y miseria, páramo cultural en el que campaban los señoritos de camisa azul.
El autor, Juan Eslava Galán, nos cuenta los niveles de adulación a Franco, de tal manera que un mediocre militar acabó creyéndose un enviado de Dios para salvar a España de no se qué peligro rojo y judeomasónico.
Relata el libro cómo fracasó una invasión del maquis a través de los Pirineos, entre otras cosas porque nadie de las villas y pueblos liberados quiso secundar a los guerrilleros que pretendían derrocar al régimen, que pervivió treinta y un años más. Y Franco recibió tantos honores que su vanidad quedó saciada muy pronto.
Viene esto a cuento de que el Ayuntamiento de Madrid acaba de retirarle todas las distinciones al dictador. Está bien. Pero el general de Ferrol murió en una cama de la Seguridad Social y nadie lo bajó del machito.
Así es España. Adulamos al poderoso, sea quien sea, y le ajustamos cuentas luego si es el caso. Es célebre la anécdota del paisano que se desgañitaba dando vivas a Alfonso XII, cuando una persona que lo escuchaba alabó su entusiasmo, el sujeto le respondió: "Más gritamos cuando echamos a la puta de su madre", por Isabel II.
Yo habría preferido que le quitaran los títulos a Franco en vida. Claro que para eso había que bajarlo del machito. Palabras mayores para un pueblo que pasó de hacer cola ante el cadáver de su excelencia a votar una reforma política que desmontaba todo el tingladillo.
Que se ande con ojo el rey, no sea que si se proclama la Tercera República le quiten a él también todas las distinciones.
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