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Benedicto XVI vuelve a ser Joseph Ratzinger

Todos los hombres y mujeres importantes son recordados por lo que han aportado a sus semejantes, tanto si su legado es positivo como si permanecen en la memoria por sus errores o por la desgracia que causaron. No digamos nada si son hombres o mujeres capaces de influir en millones de personas.

En ese caso está el papa Benedicto XVI, este anciano teólogo y sacerdote alemán, controvertido pero intelectualmente poderoso, que ha decidido dimitir de un cargo que en los últimos 600 años sólo se abandonaba para ir a la tumba. Después de casi seis siglos es el primer Papa que renuncia en vida a su cargo.

No voy a entrar en la personalidad eclesiástica de Ratzinger, en la valoración de su pontificado o de su obra teológica, ni siquiera en su papel como guardián de la ortodoxia durante los veintisiete años en los  que su predecesor, Juan Pablo II, dirigió la Iglesia. Hay claroscuros, polémica, diferentes visiones que iluminan su vida.

Sólo me interesa resaltar la humanidad del gesto del Papa. Nos lo muestra como un hombre, como un creyente que asume su incapacidad para el puesto, cansado y viejo, como muchos laicos y clérigos del mundo que se jubilan para descansar el tiempo de vida que les quede.

Benedicto XVI se hace un ciudadano y cede el paso para que otros tomen el testigo. Abre la senda para que otros hagan lo mismo en el futuro, renuncia al oropel y al poder, se niega a retransmitir en directo su decrepitud porque es consciente de que su debilidad sería aprovechada por otros para tomar decisiones en su nombre.

Benedicto XVI es de nuevo Joseph Ratzinger, con su biografía, adorado o criticado, polémico, respetado. Desde luego, nadie dirá que le gustó aferrarse al poder. Enseñó que se puede descender de lo más alto para vivir de acuerdo con lo que la conciencia le dicta a uno.


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