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Muertos anónimos y nuestros muertos

Hay muertos con nombres y apellidos y muertos sin rostro, muertos que antes de morir iban sentados en la butaca de un avión y otros que pasaban frío en una barca en medio del Mediterráneo, muertos que murieron por reírse de la fe de otros y muertos que murieron por su fe.

Hoy supimos que 400 personas, CUATROCIENTAS PERSONAS, han desaparecido en el trecho de mar que hay entre la costa africana y las tierras de Italia. Todo hace prever que han fallecido en su intento de ingresar en la opulenta Europa de la crisis. Son muertos sin nombres ni apellidos para nosotros. Incluso es posible que ni sus familiares lleguen a saber la suerte que han corrido.

Tampoco nos interesa mucho la identidad de los 148 estudiantes cristianos asesinados en Kenia por eso, por ser cristianos. Pasamos de largo por las historias de los miles de refugiados sirios, nos interesa más bien poco qué va a ser de los cristianos expulsados de sus casas y sus tierras en Oriente Medio, o cómo viven el día a día los palestinos de Gaza esperando la próxima lluvía de proyectiles de Israel.

Son los muertos pobres, los cadáveres de las fronteras que de vez en cuando se cuelan en nuestros telediarios. Por un momento dejamos las especulaciones sobre Andreas Lubitz y por qué estrelló en los Alpes el avión que pilotaba y mató a 150 personas, o las protestas por la masacre de Charlie Hebdó. Todos estos son de los nuestros. Los otros, parece que no.

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