Empieza a ser habitual el discurso sobre el excesivo número de universidades públicas que hay en España. Las personas o grupos que critican el actual mapa universitario han cobrado nuevos bríos en estos tiempos de crisis, donde todo gasto público se mira con lupa. Lo curioso es que en este grupo figuran personas, instituciones y medios de comunicación tenidos por progresistas.
Realmente, lo que aparece a poco que rasquemos en su argumentario es un profundo elitismo social, un rancio olor a privilegio que captamos con facilidad. Con el pretexto de la racionalización del mapa universitario y el recorte del gasto
se pretende aplicar la marcha atrás a un proceso que ha puesto la educación superior al alcance de personas que difícilmente podrían haber accedido a ella hace veinte años.
Enla década de los años 80, un joven gallego que quería estudiar, por ejemplo, una carrera de Comunicación tenía que coger la maleta y marcharse a Madrid o Barcelona, si optaba por la universidad pública, o Navarra, Salamanca o Madrid si pretendía hacerlo en la privada. Huelga decir que había muchas familias que no podían permitirse ese lujo. El hijo o la hija debían decantarse por algo más "económico", si es que finalmente podían ir a la universidad.
Frente a esa situación se alza la realidad actual, en la cual casi todas las capitales de provincia y asimiladas (por ejemplo, Vigo) cuentan con universidades o facultades. Fue en los años noventa cuando se realizó este esfuerzo, conceptualmente positivo, para acercar la educación superior a amplias capas sociales.
El problema no está en el número de universidades, reside en la distribución de titulaciones y en la financiación. En la primera cuestión se han cometido evidentes errores, cuya consecuencia ha sido la duplicidad de títulos dentro de un mismo territorio y hasta universidad; en el segundo caso, el de los cuartos, los gobernantes tienden a considerar el dinero para las universidades como un gasto, cuando en realidad es inversión.
Los "neocon" universitarios preferirían menos universidades, pero más potentes y capaces de competir internacionalmente, como si ahora fuese imposible conseguir ambos objetivos. Es una concepción elitista de la educación superior, que bajo el pretexto de la excelencia restringe la oportunidades para las personas incapaces de satisfacer la barrera económica que tal modelo supone.
No hagamos al sistema universitario responsable de los errores de sus diseñadores y de sus gestores. Más bien ensalcemos la oportunidad de progreso social que supone para la sociedad. Que no vuelvan los tiempos en que la renta determinaba el nivel de la formación que se podía alcanzar.
Realmente, lo que aparece a poco que rasquemos en su argumentario es un profundo elitismo social, un rancio olor a privilegio que captamos con facilidad. Con el pretexto de la racionalización del mapa universitario y el recorte del gasto
se pretende aplicar la marcha atrás a un proceso que ha puesto la educación superior al alcance de personas que difícilmente podrían haber accedido a ella hace veinte años.
Enla década de los años 80, un joven gallego que quería estudiar, por ejemplo, una carrera de Comunicación tenía que coger la maleta y marcharse a Madrid o Barcelona, si optaba por la universidad pública, o Navarra, Salamanca o Madrid si pretendía hacerlo en la privada. Huelga decir que había muchas familias que no podían permitirse ese lujo. El hijo o la hija debían decantarse por algo más "económico", si es que finalmente podían ir a la universidad.
Frente a esa situación se alza la realidad actual, en la cual casi todas las capitales de provincia y asimiladas (por ejemplo, Vigo) cuentan con universidades o facultades. Fue en los años noventa cuando se realizó este esfuerzo, conceptualmente positivo, para acercar la educación superior a amplias capas sociales.
El problema no está en el número de universidades, reside en la distribución de titulaciones y en la financiación. En la primera cuestión se han cometido evidentes errores, cuya consecuencia ha sido la duplicidad de títulos dentro de un mismo territorio y hasta universidad; en el segundo caso, el de los cuartos, los gobernantes tienden a considerar el dinero para las universidades como un gasto, cuando en realidad es inversión.
Los "neocon" universitarios preferirían menos universidades, pero más potentes y capaces de competir internacionalmente, como si ahora fuese imposible conseguir ambos objetivos. Es una concepción elitista de la educación superior, que bajo el pretexto de la excelencia restringe la oportunidades para las personas incapaces de satisfacer la barrera económica que tal modelo supone.
No hagamos al sistema universitario responsable de los errores de sus diseñadores y de sus gestores. Más bien ensalcemos la oportunidad de progreso social que supone para la sociedad. Que no vuelvan los tiempos en que la renta determinaba el nivel de la formación que se podía alcanzar.
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