Benedicto XVI deja hoy de ser Benedicto XVI, pero seguirá siendo Benedicto XVI. Es decir, no será el jefe de la Iglesia Católica pero podrá utilizar su nombre pontifical, el tratamiento de santidad y una sotana blanca. Se sumergirá en un silencio autoimpuesto de cara al exterior.
Encima de la mesa del despacho papal quedan una serie de problemas que tienen que ser abordados por el nuevo pontífice si no quiere que el catolicismo se desgarre camino de su irrelevancia en las sociedades del siglo XXI.
Debe abordar la reforma de la curia vaticana, para que sea una institución al servicio de la fe y no una fuente de problemas o un ente controlador del catolicismo. Tiene que profundizar la batalla emprendida por Benedicto XVI contra toda clase de abusos sexuales protagonizados por clérigos. De la misma forma, hay que avanzar en la regeneración de la banca vaticana.
Por si todo esto fuera poco, en el plano doctrinal hay muchas cosas que hacer. Por ejemplo, analizar y, en su caso, revisar las enseñanzas en materia de moral sexual y familiar. Hay que hablar sobre los divorciados y separados y su relación con la iglesia; redefinir el papel eclesial de la mujer y plantearse en serio su ordenación, así como la voluntariedad del celibato para los sacerdotes. Es urgente analizar por qué los jóvenes huyen en masa de las iglesias, dentro de la más amplia cuestión del diálogo entre la religión y la modernidad.
La Iglesia necesita también airearse, más pluralidad, menos pensamiento único, menos dependencia de Roma para todo, más inculturación en las tierras de misión, menos política y más Evangelio, abrir las facultades de teología y los seminarios a los teólogos que tengan algo serio que decir, aunque no sea del gusto de la jerarquía.
En definitiva, hay una serie de tareas, y otras que no se han citado, que demandan una respuesta del nuevo pontífice. Esperemos que no sea la de cerrar las ventanas que abrió hace cincuenta años Juan XXIII con el Concilio Vaticano II. A lo mejor, lo correcto sería convocar un nuevo concilio para que el Pueblo de Dios se chequee y adquiera nuevo vigor. Pero eso es tarea de visionarios audaces o de hombres de Dios como el papa Juan.
Encima de la mesa del despacho papal quedan una serie de problemas que tienen que ser abordados por el nuevo pontífice si no quiere que el catolicismo se desgarre camino de su irrelevancia en las sociedades del siglo XXI.
Debe abordar la reforma de la curia vaticana, para que sea una institución al servicio de la fe y no una fuente de problemas o un ente controlador del catolicismo. Tiene que profundizar la batalla emprendida por Benedicto XVI contra toda clase de abusos sexuales protagonizados por clérigos. De la misma forma, hay que avanzar en la regeneración de la banca vaticana.
Por si todo esto fuera poco, en el plano doctrinal hay muchas cosas que hacer. Por ejemplo, analizar y, en su caso, revisar las enseñanzas en materia de moral sexual y familiar. Hay que hablar sobre los divorciados y separados y su relación con la iglesia; redefinir el papel eclesial de la mujer y plantearse en serio su ordenación, así como la voluntariedad del celibato para los sacerdotes. Es urgente analizar por qué los jóvenes huyen en masa de las iglesias, dentro de la más amplia cuestión del diálogo entre la religión y la modernidad.
La Iglesia necesita también airearse, más pluralidad, menos pensamiento único, menos dependencia de Roma para todo, más inculturación en las tierras de misión, menos política y más Evangelio, abrir las facultades de teología y los seminarios a los teólogos que tengan algo serio que decir, aunque no sea del gusto de la jerarquía.
En definitiva, hay una serie de tareas, y otras que no se han citado, que demandan una respuesta del nuevo pontífice. Esperemos que no sea la de cerrar las ventanas que abrió hace cincuenta años Juan XXIII con el Concilio Vaticano II. A lo mejor, lo correcto sería convocar un nuevo concilio para que el Pueblo de Dios se chequee y adquiera nuevo vigor. Pero eso es tarea de visionarios audaces o de hombres de Dios como el papa Juan.
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