La
elección de un nuevo papa provoca toda una serie de acontecimientos,
especulaciones, hechos y opiniones cuyo interés trasciende el ámbito de la
Iglesia Católica. Fieles de otras confesiones cristianas, de otras religiones y
hasta los no creyentes prestan atención a los primeros pasos del nuevo líder
espiritual de los 1.200 millones de católicos que hay repartidos por todo el
mundo.
En
el caso de la elección del cardenal argentino Jorge Mario Bergoglio se ha
producido la misma efervescencia informativa que en anteriores ocasiones. Si
cabe, esta vez la atención antes y después
del cónclave ha sido mayor, fundamentalmente por el hecho de que el anterior
pontífice renunció al cargo y por las circunstancias históricas que vive la
iglesia Católica.
Benedicto
XVI ha sido el primer Papa que deja su
puesto en cinco siglos. Un hecho excepcional que, más allá del juicio que
merezca la globalidad de su pontificado, modificará la forma de ejercer el
ministerio petrino en el futuro. Ya nadie podrá decir que lo propio de los
pontífices es morir en su puesto, transmitiendo su lento ocaso al tiempo que la
maquinaria eclesial queda en manos de la burocracia romana. Benedicto ha hecho
hombre al Papa, que débil cede el puesto a otro para que siga adelante.
Francisco
toma el testigo de Ratzinger y en sus primeros pasos ha profundizado en la
humanización del papado. Sus gestos, su forma de dirigirse a los fieles, el
vocabulario que utiliza nos han revelado a una persona consciente de su misión
y dispuesto a buscar la complicidad de sus hermanos.
Los medios
de comunicación se han lanzado sobre un hombre que hasta hace dos días iba al
trabajo en metro y que vivía en un sencillo apartamento de Buenos Aires. Y el Papa
ha empezado a ejercer su tarea tratando de ser él mismo. Hasta el momento ha
dado unas pinceladas de su plan de trabajo con la creación de una comisión de
cardenales para reformar la curia y algunos nombramientos todavía menores. En
varias intervenciones ha indicado el concepto de iglesia que desea: una iglesia
de los pobres; y cómo quiere que sean los servidores de ella: gente apegada a
las preocupaciones de los cristianos, que salga a su encuentro poniendo a Jesús
en el centro de todo.
Es
en el ámbito de los gestos donde Francisco ha lanzado mensajes claros de lo que
quiere ser. Comenzó pidiendo la bendición del pueblo desde el balcón de la
logia de San Pedro el día de su elección. Reiteradamente se refiere a sí mismo
como el obispo de Roma, esperó a los fieles en la puerta de la capilla al final
de la misa que ofició en la parroquia del Vaticano, preside eucaristías para el
personal de la Santa Sede en la residencia Santa Marta en vez de hacerlo en
privado en sus aposentos, pide moverse por Roma sin tanta parafernalia de
coches oficiales y renuncia por el momento a vivir en los apartamentos papales
del palacio apostólico.
Los
medios de comunicación no se han cansado de destacar que sigue calzando los
mismos zapatos negros que se trajo de Buenos Aires, que de su cuello cuelga la
cruz pectoral de plata que portaba cuando era cardenal, que viste unos ropajes
litúrgicos sencillos, al tiempo que ha simplificado algunas ceremonias
vaticanas. Se fue a celebrar el Jueves Santo a un reformatorio y lavó los pies
a dos mujeres, una de ellas musulmana, con gran escándalo de los bienpensantes
de la ortodoxia.
Efectivamente,
son gestos. Pero están cargados de significado y apuntan en la dirección de
servicio humilde a la comunidad. Otros antecesores suyos también pugnaron por
ser sencillos servidores de la Iglesia, pero Francisco ha dado pasos que ellos
no quisieron o no pudieron dar.
Todas
esas acciones no llenan un pontificado. Quedan por delante los problemas de
fondo, definir las líneas de acción en el nuevo milenio, conseguir que la
Iglesia sea madre misericordiosa y no espada justiciera con los que se atreven
a disentir, entender la riqueza de las diferentes formas de vivir la fe, redefinir
normas de funcionamiento interno que nada tienen que ver con el Evangelio y sí
mucho con una disciplina arbitraria impuesta.
Por
ahora debemos quedarnos con la palabra amiga y pausada, con la sencillez de
Francisco. Con ello ha abierto una puerta a la esperanza, a la ilusión de que
por fin la Iglesia sea noticia por su mensaje y por la entrega de sus miembros,
no por la dureza de corazón, los privilegios o los escándalos. Que así sea.
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