Esta semana tuve que asistir a un levantamiento de actas de ocupación de fincas para construir una carretera en plena ciudad. Ya pueden suponer que lo que pretende pagar la administración no alcanza el precio real del terreno. Pero ese es otro negociado.
Lo que me llamó la atención es el tipo de gente que esperaba sentada a que los funcionarios le explicaran el dinero que les iban a dar por sus tierras o por sus casas. Todos, absolutamente todos, eran jubilados o asalariados de modesta condición, habitantes del extrarradio de la ciudad, históricos propietarios de unas tierras y viviendas que trabajaron y habitaron durante décadas o siglos sus antepasados. Ahora todo acaba a cambio de unos miles de euros que no llegan para pagar lo que la administración se lleva por delante: casas, fincas y sentimientos. Todo ello amparado en el interés general, que es el argumento de los políticos y los altos servidores del Estado para justificar todo tipo de tropelías.
Excuso decirles que en la sala de espera de los dolientes expoliados no había ningún promotor inmobiliario, ningún constructor, ningún familiar de miembros del cuerpo diplomático, ningún propietario de salas de juego, ningún bancario, ningún prominente directivo de la patronal o ningún fabricante y distribuidor de mobiliario. Claro que no, esos saben con tiempo suficiente por dónde van a ir las carreteras y dónde se van a planificar polígonos residenciales; ellos compran sabiendo que la administración no les va a colocar en sus tierras un nudo de autopista. Eso queda para los proveedores habituales de la Agencia Tributaria. Es decir, usted, yo y los expoliados de esta semana.
Así son las cosas. Igualito que en el franquismo, al menos como me lo contaban mis abuelos.
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